18 de febrero de 2015

Sesión Necrológica en Memoria del Ilmo. Sr. D. Enrique Azagra Rodríguez

Ilmo. Sr. D. Enrique Azagra Rodríguez (q.e.p.d.)


Reproducimos, a continuación, las interven-ciones de los doctores Bartual Pastor, Benítez Rivero y Gómez Sánchez en la Sesión Necrológica de esta Real Academia de Medicina y Cirugía, que tuvo lugar el pasado 5 de febrero de 2015, en el Salón de Grados de la Facultad de Medicina de Cádiz, en Memoria del doctor Azagra Rodríguez.







Palabras del Ilmo. Sr. D. Juan Bartual Pastor
Catedrático de Otorrinolaringología

Excmo. Sr. Presidente de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Cádiz
Ilustrísimos señores académicos
Querida familia Azagra
Sras. y Sres.

Con emoción y preocupación sinceras he asumido la tarea de rendir homenaje póstumo al Ilustrísimo Señor Don Enrique Azagra Rodriguez, al amigo que inesperadamente se ha ido, seguro de que mis palabras no sabrán expresar mis sentimientos en términos académicos ante esta docta institución, porque hoy no hablará el catedrático, sino el corazón.

La última vez que tuve el placer de conversar distendidamente con él pocos días antes de su onomástica en Julio pasado, nos despedimos con un emocionado abrazo. Nada hacía presentir a pesar de su estado general que unos meses después y de forma crítica nos dejaría.

Trazar una semblanza de Enrique sería largo por sus muchas virtudes y por ello me limitaré a comentar algunos aspectos de su personalidad y de nuestra relación personal.

En primer lugar destacaré su generosidad y amistad sinceras. Cuando vine destinado a Cádiz en el verano de 1968, Manuel Otero Gómez Quintero, discípulo de mi padre era uno de los pocos que conocía en esta ciudad. Él y su mujer Carmela facilitaron nuestra instalación y muy pronto comenzaron a relacionarlos con gente de Cádiz. A la primera oportunidad nos invitaron a cenar en el Anteojo, el restaurante de moda en aquella época, compartiendo mesa y velada entre otros con los Azagra. Desde el primer momento surgió una corriente de simpatía con ese matrimonio, risueño, alegre, con fino sentido del humor y principios éticos similares, empatía que en poco tiempo se transformó en una acendrada amistad, que se ha mantenido incólume hasta hoy. Cuantas veces necesitamos su ayuda la tuvimos, haciéndose merecedores de eterna gratitud. Todos nuestros colegas lo consideraban un excelente compañero como médico, siempre dispuesto a atenderles desinteresadamente.

Pero su generosidad trascendía nuestra relación personal y se extendía a los pacientes. En aquellos años, una mayoría de la población de la provincia de Cádiz carecía de seguridad social y acudían al Hospital de Mora amparados por la Beneficencia provincial o municipal. Tampoco existía la especialidad de cirugía maxilofacial, de manera que los tumores velopalatinos y maxilares eran intervenidos en nuestro servicio. Las exéresis solían ser amplias, dejando importantes pérdidas de substancia, con los subsiguientes trastornos de deglución, de articulación verbal y defectos estéticos. Tampoco se había desarrollado por entonces la cirugía reconstructiva y Enrique atendió siempre a estos pacientes benéficos que le enviaba, colocándoles las prótesis y epítesis que él mismo preparaba para subsanar las secuelas.

Su educación y delicadeza eran proverbiales; nunca faltó la felicitación en Navidad ni en mi onomástica, acompañada en este caso de un obsequio, casi siempre libros, propio de la persona inteligente y cultivada que era. Se sucedieron a lo largo de los años libros de arte, de historia, de ensayo y de humor. Recuerdo especialmente  “Una breve historia de casi todo” de Bill Bryson que es quizá la obra que más ha ampliado mi visión panorámica de la ciencia.

Era un artista que se manifestaba, no sólo durante su actividad profesional, sino también como orfebre, elaborando figuras y joyas con las que a veces nos obsequiaba y que mi esposa luce con frecuencia. Se sentía especialmente atraído por el arte egipcio de la época faraónica y por el precolombino del que era un buen conocedor.

Su seriedad y poca locuacidad durante la atención a sus pacientes, contrastaba con su forma de comportarse socialmente. Era agudo, ocurrente, alegre, divertido, de risa fácil, con ansias de vivir y de saborear todas las cosas bellas que nos rodean, disfrutando de la buena mesa y de la compañía de sus amigos.

Prueba de ello es que Enrique en una de tales situaciones jocosas fue quien, indirectamente, me indujo a participar en aquel  Carnaval inteligente y agudo de los primeros años de la reinstauración en Febrero. En el año 1978 estábamos cenando varios matrimonios amigos en el Restaurante el Faro. Actuó el coro “La guillotina” con buena música del maestro Antonio Escobar y con letras críticas y simpáticas que  me fascinaron. Finalizada la actuación les dije a los comensales, medio en broma, medio en serio, que al siguiente año saldría en el coro. Todos lo tomaron como una ocurrencia disparatada, siendo Enrique el más incrédulo, hasta el extremo de apostar conmigo que no sería capaz de hacerlo. Como jamás he podido rechazar un desafío, convertí la broma en realidad, subyugado por la música, la crítica, la farsa, los disfraces, la liberación de mi actividad profesoral y una cierta nostalgia de la juventud pretérita, inconsciente y frívola. Perdió la apuesta.

La vida como las monedas tiene dos caras, una amable y otra penosa y como amigos compartimos algunas amargas tristezas, que no se olvidan, pero que preferimos no recordar. Risas y lágrimas nos unieron por igual.

La imagen que conservo de mi amigo es la de un hombre noble, responsable, extrovertido, lleno de vitalidad, de inquietudes y de energía, amigo de sus amigos, un recuerdo que me ayuda a soportar su pérdida, junto con el orgullo de haber merecido su amistad. Y como no podía ser de otro modo, al final de su vida nos dio una última lección de valentía, cordura y dignidad. Su hijo Enrique me relató cómo se comportó con serenidad e inteligencia, consciente ya de las pocas horas que le quedaban, disponiendo todo lo necesario antes de afrontar el viaje definitivo. No tuvo miedo a la muerte a la que se enfrentó con naturalidad porque tenía la certeza de que su vida había merecido la pena vivirla y su conciencia estaba tranquila.

Al atardecer de la vida nos examinarán a todos en el amor y estoy seguro de que mi amigo ha superado la prueba porque fué pródigo en amor con su familia, con sus amigos y sus pacientes.

Descanse en paz.


Palabras del Ilmo. Sr. D. Ángel Benítez Rivero
Académico de Número

LA CALLADA SABIDURÍA


Su padre era militar;
quería seguir sus pasos; 
la polio, a los quince años,
lo dejó
sin poderlo imitar.
Acabó su bachillerato
en los maristas de Tetuán.

La carrera la hizo en Madrid.
Cuando se iba a Guinea de analista,
la muerte de su madre
lo ancló en la capital;
cursó allí su Especialidad
y cuidó de sus tres hermanos.

Venía a Cádiz 
a ver a su abuela;
y quizás por lo de 
“ni todos los médicos están sanos
ni todos los curas van al cielo”
aquí el dentista,
se partió una muela
comiendo bocas de La Isla.

Fue un buen nieto, un buen hijo, 
un buen hermano;
comenzó desde pequeño
su carrera de ser muy humano.

…Y fue acumulando saber
con su leer incansable,
ganando en sabiduría,
repartiendo presencia
con un aparente silencio,
cumpliendo a gritos para adentro
su entrega hacia los demás,
siempre severo,
haciendo en vez de clamar;
amigo de sus amigos,
a su familia leal,
valorando la vida,
con escapadas al mar,
soñando allí en su barquito
con el que iba a pescar.

…Y en el tiempo libre, a crear.
Era -se dice aquí- “un manita”:
maquetería, talla, pintura, orfebrería…

El caso era no parar,
creciendo, viviendo,
metódicamente soñando,
repartiendo siempre bondad,
volcado en esos valores
que dicen se van perdiendo
y que él supo cultivar

Él era un hombre completo,
un gran profesional.

Su voz quedará siempre viva
y no la debemos desperdiciar.

Gracias Enrique por recordarnos
lo importante que es amar.


Palabras del Excmo. Sr. D. José Gómez Sánchez
Académico de Número y Presidente de Honor

Exmo. Sr. Presidente,
Exmas. e Ilmas. Autoridades,
Ilmos. Señores Académicos y Académicas,
Señoras y Señores, 

1. Como hemos dicho en alguna ocasión, las sesiones necrológicas, esos funerales laicos que las Corporaciones ofrecen a la memoria de sus difuntos, son un género literario sujeto a determinadas reglas.  En  efecto: cuando ese acto  tiene lugar en el seno de la Universidad o en el de las Academias, la “necrológica” debiera tener un carácter especial que no es fácil definir. Por lo pronto, no se pueden reducir a una manifestación espontánea y sentimental de conmemoración y condolencia. Deben, a nuestro juicio, asumir el estilo riguroso que exige  el  ambiente en que se producen. Aunque partícipe de muchos de sus caracteres no puede ser una biografía exhaustiva, ni la consideración psicoanalítica de un carácter ni, por supuesto, un  panegírico en el que a veces se incurra en exageraciones gratuitas…

2. Establecido ese principio veamos la forma de vulnerarlo, al menos en su literalidad, ya que, a fin de cuentas, las cosas deben ser más fieles a las esencias que representan que a sus  aspectos formales... Y esta es, de la cruz a la raya, una necrológica muy especial.

3. Nuestro amigo nace en Madrid en el año 1926. Yo nací en Barcelona en el 1921; existe pues entre nosotros un “decalage” de cinco años, que condicionará algunas diferencias. Ambos estudiamos en colegios religiosos. Él, primero en el Colegio de la Virgen del Pilar de Tetuán  y más tarde en su homónimo de Madrid. Yo, sucesivamente, en los Salesianos de Barcelona y en los Marianistas y Escolapios de Valencia. No es lo mismo iniciarse en las realidades de tu país desde una sola perspectiva escolar que desde varias y menos aun cuando, entre esas últimas, figura en primer término una plaza africana que poco después, en 1956, sería cedida a Marruecos. Son cosas que aun sin hacerse aparentemente sensibles, de alguna manera, nos marcan para siempre. A esa vivencia infantil se debe, tal vez, ese aire militar que a veces creíamos advertir se desprendía de su digna figura.

4. Como ocurre en muchos casos, su primera vocación profesional fue seguir, como su padre, una carrera militar pero un discreto proceso poliomielítico le condujo a las aulas de Medicina de la Complutense, a la sazón aún instalada en el viejo caserón de San Carlos. Una Facultad de Medicina cuyo Hospital que entonces dirigía con mano de hierro don Francisco Martin Lagos. Otra vocación militar frustrada por una artritis tífica de la cadera  que siendo muy joven le apartó de la vorágine de la Guerra Civil pero que, en cambio, hizo posible, que al cabo de muchos años, a fuerza de tenacidad y trabajo, terminase por fin las obras del Clínico.

5. Ya en la Universidad, nuestro amigo lo tuvo muy claro desde el principio. Alumno Interno por oposición en la Cátedra de Microbiología de don Valentín Matilla –un hombre de longevidad prodigiosa– fue un estudiante ejemplar que cursó toda la licenciatura sin incidentes adquiriendo al mismo tiempo el conocimiento profundo de una ciencia que, como ocurre en la Anatomía Patológica, es una llave que abre muchas puertas. En su caso, poco después, en la Escuela de Estomatología que dirigía don Pedro García Gras, pronto accederá a la condición de Jefe de Servicio de Microbiología de la misma e iniciará, al mismo tiempo, con éxito un ejercicio libre de la profesión que, pese a sus buenos auspicios, interrumpe para establecerse en Cádiz en 1956. Un arriesgado paso que, sin embargo,  será definitivo. 

6. Tras iniciar su ejercicio profesional privado en las calles Cervantes, Veedor  y Acacias –en la que, por fin, seremos convecinos–, se doctora en Medicina Cirugía y Estomatología leyendo su Tesis, desarrollada bajo la dirección de don Antonio López, hombre benemérito a quien, a su vez, esta Corporación debe un reconocimiento que, aunque tardío, haga la justicia que se le debe.  

7. Por último, su Ingreso en febrero de 1974, en esta Academia consagrará el éxito científico y social de una personalidad de quien, por su parte, Presidente del Colegio de Odontólogos y Estomatólogos de Cádiz (IV Región), era ya en esta ciudad el indiscutible número uno de su profesión. 

8. Nosotros no tuvimos oportunidad de entrar en el  conocimiento y valoración de la personalidad de don Enrique Azagra hasta que en 1974, ocupamos, a nuestra vez, la Cátedra de Histología y Anatomía Patológica de esta Facultad y poco después, 16 de octubre de 1980, ingresábamos en esta Corporación que acabaríamos presidiendo durante el cuatrienio 1989-1992. 

9. Nosotros pues, repetimos, no entramos en el conocimiento y valoración de la rica personalidad de don Enrique Azagra hasta que en 1974 llegados a Cádiz y poco después, ingresados en esta Academia, ocupábamos su Presidencia designándole casi de inmediato Secretario Perpetuo de la misma, cargo de confianza  que puso de relieve nuestra  amistad y nuestra estima.

10. Y es que sin alharacas ni compadreos pronto detectamos que entre nosotros existía una sutil afinidad. Un talante complementario que sin acuerdo previo se reflejaba en las mociones tácitas o expresas que llevamos a puerto en unas Juntas de Gobierno en las que él se sentaba siempre, correctamente vestido, a la derecha de la Presidencia. Un lugar físico que a lo largo de los mandatos de los Profesores Orozco, Vilches Troya y Jose Antonio Girón, conservó siempre, hasta el momento mismo en que se produjo la renuncia a su  condición de Numerario.

11. Al margen de la Academia, nuestra vida social común, prácticamente inexistente, fue muy escasa; sin embargo había una vivencia que yo no puedo olvidar: la intuición de una vida en donde las lecturas, los viajes –de los que algunas veces nos traía algún pequeño recuerdo– y las destrezas, singularmente la fotografía o la orfebrería, habilidades que apenas intuidas por nosotros, daban a su personalidad un carácter único. Un carácter al que sin embargo habría que unir la riqueza de una vida familiar de dimensiones bíblicas. Una vida familiar que para nosotros se reducía a encuentros ocasionales, a lo largo de nuestra propia calle en lo que nuestro amigo y su esposa, nuestra querida Alicia, regresando de misa, o de donde fuese, eran como un paradigma de elegancia, de amor y de convivencia que al enviudar yo, por segunda vez, hizo más dolorosa mi propia soledad.

Y nada más. ¡Descanse en paz nuestro inolvidable compañero y amigo!

Muchas gracias a todos  por la atención prestada.


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